Números grandes

Constantemente leemos, escuchamos y hablamos sobre números grandes. Números tan grandes que perdemos noción de tamaños y dimensiones.

Cuando uno se pone a pensar, es bastante frecuente (y extraño al mismo tiempo) encontrarnos con números y cifras que difícilmente sepamos lo que en realidad significan. Algunos ejemplos que podemos leer en diarios, o escuchar en radio y televisión son:

  • Facebook tiene más de 500 millones de usuarios
  • Youtube sirve al rededor de 250 millones de vídeos por día
  • Twitter procesa, aproximadamente, 50 millones de tweets por día
  • Se descubren planetas a 2000 años luz de la Tierra
  • La deuda externa de los países arrojan cifras de miles de millones de dólares
  • Grandes empresas publican ganancias que se miden en miles de millones de dólares
  • Catástrofes naturales que obligan a evacuar a cientos de miles de personas
  • etc.

Estos volúmenes difícilmente los podemos imaginar, y lo único que hacemos es compararlos con cifras anteriores, y a partir de ahí decidimos si algo subió o bajó “mucho” o “poco“. Pero seguimos sin saber lo que representan.

Un ejercicio útil (y divertido) es comparar, o contrastar, estos números con cosas que nos resulten un poco más conocidas o simples de dimensionar. Por ejemplo: Continue reading Números grandes

La anécdota de Bohr

Sir Ernest Rutherford, presidente de la Sociedad Real Británica y Premio Nobel de Química en 1908, contaba la siguiente anécdota:

Hace algún tiempo, recibí la llamada de un colega. Estaba a punto de poner un cero a un estudiante por la respuesta que había dado en un problema de física, pese a que este afirmaba con rotundidad que su respuesta era absolutamente acertada. Profesores y estudiantes acordaron pedir arbitraje de alguien imparcial y fui elegido yo. Leí la pregunta del examen: “Demuestre como es posible determinar la altura de un edificio con la ayuda de un barómetro“.

El estudiante había respondido: “lleve el barómetro a la azotea del edificio y átele una cuerda muy larga. Descuélguelo hasta la base del edificio, marque y mida. La longitud de la cuerda es igual a la longitud del edificio“. Continue reading La anécdota de Bohr

¡Asnos estúpidos!

Naron, de la longeva raza rigeliana, era el cuarto de su estirpe que llevaba los anales galácticos. Tenía en su poder el gran libro que contenía la lista de las numerosas razas de todas las galaxias que habían adquirido el don de la inteligencia, y el libro, mucho menor, en el que figuraban las que habían llegado a la madurez y poseían méritos para formar parte de la Federación Galáctica. En el primer libro habían tachado algunos nombres anotados con anterioridad: los de las razas que, por el motivo que fuere, habían fracasado. La mala fortuna, las deficiencias bioquímicas o biofísicas, la falta de adaptación social se cobraban su tributo. Sin embargo, en el libro pequeño nunca se había tenido que tachar ninguno de los nombres anotados.

En aquel momento, Naron, enormemente corpulento e increíblemente anciano, levantó la vista al notar que se acercaba un mensajero.
—Naron —saludó el mensajero—. ¡Gran Señor!
—Bueno, bueno, ¿qué hay? Menos ceremonias.
—Otro grupo de organismos ha llegado a la madurez.
—Estupendo, estupendo. Hoy en día ascienden muy aprisa. Apenas pasa año sin que llegue un grupo nuevo. ¿Quiénes son?

El mensajero dio el número clave de la galaxia y las coordenadas del mundo en cuestión.

—Ah, sí —dijo Naron—, Lo conozco. —Y con buena letra cursiva anotó el dato en el primer libro, trasladando luego el nombre del planeta al segundo. Utilizaba, como de costumbre, el nombre bajo el cual era conocido el planeta por la fracción más numerosa de sus propios habitantes.

Escribió, pues: La Tierra.

—Estas criaturas nuevas —dijo luego— han establecido un récord. Ningún otro grupo ha pasado tan rápidamente de la inteligencia a la madurez. No será una equivocación, espero.

—De ningún modo, señor -respondió el mensajero.
—Han llegado al conocimiento de la energía termonuclear, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—Bien, ése es el requisito —Naron soltó una risita—. Sus naves sondearán pronto el espacio y se pondrán en contacto con la Federación.

—En realidad, señor —dijo el mensajero con renuencia—, los observadores nos comunican que todavía no han penetrado en el espacio.

Naron se quedó atónito.

—¿Ni poco ni mucho? ¿No tienen siquiera una estación espacial?
—Todavía no, señor.
—Pero si poseen la energía termonuclear, ¿dónde realizan las pruebas y las explosiones?
—En su propio planeta, señor.

Naron se irguió en sus seis metros de estatura y tronó:

—¿En su propio planeta?
—Si, señor.

Con gesto pausado, Naron sacó la pluma y tachó con una raya la última anotación en el libro pequeño. Era un hecho sin precedentes; pero es que Naron era muy sabio y capaz de ver lo inevitable, como nadie, en la galaxia.

—¡Asnos estúpidos! —murmuró—.

Isaac Asimov.

Veremos lo que trae el tiempo

Había una vez un campesino chino, pobre pero sabio, que trabajaba la tierra duramente con su hijo.
Un día el hijo le dijo:
—¡Padre, que desgracia! Se nos ha ido el caballo.
—¿Por que le llamas desgracia? —respondió el padre— Veremos lo que trae el tiempo…

A los pocos días el caballo regreso, acompañado de otro caballo.

—¡Padre, qué suerte! —exclamó esta vez el muchacho— Nuestro caballo ha traído otro caballo.

—¿Por que le llamas suerte? —repuso el padre— Veamos que nos trae el tiempo.

En unos cuantos días mas, el muchacho quiso montar el caballo nuevo, y este, no acostumbrado al jinete, se encabritó y lo arrojó al suelo. El muchacho se quebró una pierna.

—¡Padre, qué desgracia! —exclamó ahora el muchacho— ¡Me he quebrado la pierna!

El padre, retomando su experiencia y sabiduría, sentencio:

—¿Por que le llamas desgracia? ¡Veamos lo que trae el tiempo!

El muchacho no se convencía de la filosofía del padre, sino que gimoteaba en su cama. Pocos días después pasaron por la aldea los enviados del rey, buscando jóvenes para llevárselos a la guerra. Vinieron a la casa del anciano, pero como vieron al joven con su pierna entablillada, lo dejaron y siguieron de largo.

El joven comprendió entonces que nunca hay que dar ni la desgracia ni la fortuna como absolutas, sino que siempre hay que darle tiempo al tiempo.