Sobre Agnes Bojaxhiu (Teresa de Calcuta)

Por Martín Caparrós.

Algo me molestó desde el principio. Llegué al moritorio de la madre Teresa de Calcuta, en Calcuta, sin mayores prejuicios, dispuesto a ver cómo era eso, pero algo me molestó. Primero fue, supongo, un cartel que decía “Hoy me voy al cielo” y, al lado, en un pizarrón, las cifras del día: “Pacientes: hombres: 49, mujeres: 41. Ingresados: 4. Muertos: 2”. En el pizarrón no existía el rubro “Egresos”. En el moritorio de la madre Teresa, su primer emprendimiento, la base de todo su desarrollo posterior, no hay espacio para curaciones. Continue reading Sobre Agnes Bojaxhiu (Teresa de Calcuta)

Sobre el derecho al olvido

El derecho al olvido es un concepto activo, y no una cosa abstracta, que pretende borrar o modificar el pasado para de esa forma, modificar el presente y también el futuro.

Todos tenemos derecho a equivocarnos. Todos tenemos derecho a cambiar de pensamiento, de opinión, de forma de ser y de actuar. También tenemos derecho a cambiar todo lo que necesitemos y consideremos que nos permite crecer y avanzar. Tenemos derecho a cambiar cualquier cosa que antes hacíamos mal y que ahora ahora podemos o sabemos hacer mejor. Eso sí, debemos ser honestos y valientes para reconocer nuestros cambios, que antes procedíamos de una forma y que hoy lo hacemos de otra; de alguna manera reconocer y aceptar que con el conocimiento que tenemos hoy, antes actuábamos mal o de una manera equivocada.

Es sólo en ese contexto en el que podemos exigir ─y también recibir─ el derecho al olvido, el derecho a no ser juzgados ─o prejuzgados─ por cosas que hayamos dicho o pensado antes; en el contexto de la valentía y la franqueza: antes pensaba o creía tal cosa, hoy me doy cuenta que estaba equivocado: hoy soy distinto.

Pero, ¿cómo podría alguien olvidar algo que desconoce? ¿Cómo podríamos garantizar ese derecho al olvido si, simplemente, ignoramos o borramos lo que pasó? ¿Cómo podría alguien ser mejor persona hacia adelante tapando y ocultando su pasado? ¿Cómo podríamos aprender de los errores, propios y ajenos, si todo el tiempo intentamos esconderlos, tacharlos y negarlos?

Me hago estas preguntas porque por estos días está muy de moda que algunas personas intenten borrar parte de su pasado, solicitando a los motores de búsquedas y otros servicios de indexación de contenidos, que quiten de sus resultados toda información vinculada a hechos desafortunados (algunos realmente no tan graves, como un tuit enviado sin pensar) que ellos prefieren ocultar (o negar), alegando en su pedido que ejercen el derecho al olvido.

Alguien que solo pretende borrar el pasado, no es alguien que intenta mejorar y superarse, es un oportunista. Un farsante. Un caradura. Es alguien que nunca obtendrá el derecho al olvido porque siempre estará repitiendo, una y otra vez, de forma constante lo mismo: cambiar según le convenga.

El tiempo es el olvido; el tiempo es la memoria. El tiempo hará que recordemos lo que debemos recordar y el tiempo hará que olvidemos lo que debemos olvidar. Forzar el recuerdo y el olvido no servirá de mucho, porque no podemos forzar el tiempo, y es él el que cubre, y descubre, el que olvida y recuerda, el que nos ayuda y fuerza a aprender del pasado; incluso aprender a no forzar el olvido, a no borrar el pasado.

Borges por Bunge

Me llamó la atención encontrar pocas referencias al siguiente artículo que Mario Bunge escribió sobre la obra literaria de Jorge Luis Borges.

A continuación la opinión de Bunge, extraída del libro «100 ideas». Mis consideraciones sobre el texto, quedarán para otro post.

Todo el mundo admira la obra de Borges. Se lo cita hoy día tan a menudo como antes se lo citaba a Paul Valéry, otro poeta cerebral. El motivo es que Borges era extremadamente culto, inteligente, imaginativo e ingenioso, y escribía como los ángeles (como se diría en inglés). Casi todo lo que escribió es interesante, particularmente para los intelectuales.

Pero también hay quién piensa que a Borges le faltó algo.

¿Qué? Tengo la osadía de proponer que carecía de empatía: que no simpatizaba con sus personajes. Propongo esta idea con osadía porque carezco de credenciales literarias y porque soy consciente de que estoy haciendo psicología de butaca.

Creo que Borges admiraba, temía o despreciaba a la gente. Pero ¿alguna vez se compadeció de alguien o amó a alguien al punto de sacrificar algo? Si hemos de juzgar por sus personajes, Borges no le tuvo lástima ni amó apasionadamente a persona alguna. En efecto, ninguno de sus personajes es entrañable. Al menos, yo no querría ser amigo de ninguno de ellos.

Nos reímos de Don Quijote y de Sancho Panza, pero también nos encariñamos con ellos. No apreciamos al Doctor Bovary, pero nos da pena. También le tenemos lástima al Coronel a quien nadie escribe, de García Márquez, aunque no lo admiramos.

Quién lee poemas, cuentos o novelas no busca información ni gimnasia intelectual. Busca emoción, asombro o diversión. Borges me asombra, interesa y admira, pero no me emociona. En cambio, el francés Le Clézio, el danés Peter Hoegg, el brasileño Jorge Amado, el portugués José Saramago, el indo-canadiense Rohinton Mistry, el albanés Ismail Kadaré, la sudafricana Nadine Gordimer, el nigeriano Wole Soynika, el egipcio Naguib Mahfouz, el australiano Peter Carey, el español Miguel Delibes, el norteamericano Kurt Vonnegut y muchos otros me emocionan además de asombrarme y divertirme. Que esto es arte ardiente y perdurable: su capacidad de emocionar.

Creo que Borges fue más porteño «piola» (astuto) que lo que le hubiera gustado ser. Por si no lo sabía la lectora, el porteño piola de aquellos tiempos era despreciativo y perdonavidas, hacía alarde de pellejo duro y de intelecto superior, era escéptico y cínico. Si lo sabré yo, que fui porteño casi la mitad de mi vida. Tanto lo fui, que en mi juventud lo elogiaba a Borges, a quien respetaba intelectualmente, por ser el mejor escritor inglés en lengua castellana.

Si mi hiótesis fuera verdadera, explicaría porqué la obra de Borges admira pero no conmueve. Fue escrita con la corteza cerebral, sin participación del sistema límbico. Es fría y distante como una escultura moderna, o como la música atonal.

Me corrijo: así veo yo la obra de Borges. Admito que otros puedan sentirla de maneras diferentes, acaso por identificarse con el autor o con alguno de sus personajes. Para averiguar la verdad habría que hacer una investigación experimental de la apreciación estética de la obra de Borges. ¿Se anima? Yo tampoco.

La granja. La rebelión. La victoria.

[…] Y los animales oyeron, procediendo de los edificios de la granja, el solemne estampido de una escopeta.

—¿A qué se debe ese disparo? —preguntó Boxer.

—¡Para celebrar nuestra victoria! —gritó Squealer.

—¿Qué victoria? —exclamó Boxer. Sus rodillas estaban sangrando, había perdido una herradura, tenía rajado un casco y una docena de perdigones incrustados en una pata trasera.

—¿Qué victoria, camarada? ¿No hemos arrojado al enemigo de nuestro suelo, el suelo sagrado de “Granja Animal”?

—Pero han destruido el molino. ¡Y nosotros hemos trabajado durante dos años para construirlo!

—¿Qué importa? Construiremos otro molino. Construiremos seis molinos si queremos. No apreciáis, camaradas, la importancia de lo que hemos hecho. El enemigo estaba ocupando este suelo que pisamos. ¡Y ahora, gracias a la dirección del camarada Napoleón, hemos reconquistado cada pulgada del mismo!

—Entonces, ¿hemos recuperado nuevamente lo que teníamos antes? —preguntó Boxer.

—Esa es nuestra victoria —agregó Squealer.

George Orwell (Rebelión en la Granja)

El poder de las palabras

Helena de Troya era considerada hija de Zeus. Portadora de una gran belleza era pretendida por muchos héroes y príncipes. Helena fue seducida por Paris, príncipe de Troya, lo que dio origen a la Guerra de Troya. Algunos consideran que Helena abandonó —o traicionó— a su esposo, ya que Paris nunca la «raptó», sino que ella voluntariamente decidió irse con él. El filósofo griego Gorgias justificó a Helena argumentando que en realidad ella no fue una traidora al abandonar a su marido; según él, la inocencia de Helena era evidente porque había sido seducida por el poder de las palabras de Paris. Para Gorgias, «ser seducido por las palabras» equivale a «ser raptado»: el poder de los argumentos es irresistible y frente a ellos casi no hay posibilidad de defenderse. Estas fueron las palabras del filósofo griego:

La palabra es un poderoso soberano, que con un pequeñísimo y muy invisible cuerpo realiza empresas absolutamente divinas. En efecto, puede eliminar el temor, suprimir la tristeza, infundir alegría, aumentar la compasión. Las sugestiones inspiradas mediante la palabra producen el placer y apartan el dolor. La fuerza de la sugestión, adueñándose de la opinión del alma, la domina, la convence, y la transforma como por una fascinación.

La fascinación que ejerce la palabra sirve de extravío del alma y de engaño a la opinión. ¡Cuántos han engañado con la exposición hábil de un razonamiento erróneo! Y, por tanto ¿qué causa pudo impedir que de un modo análogo la sugestión dominase a Helena con el mismo resultado que si la hubiera raptado violentamente? Pues la fuerza de la persuasión, de la que nació el proyecto de Helena, es imposible de resistir y por ello no da lugar a censura, ya que tiene el mismo poder que el destino.

En efecto, la palabra que persuade obliga al alma a obedecer sus mandatos y a aprobar sus actos. Por tanto, el que infunde una persuasión, en cuanto priva de la libertad, obra injustamente, pero quien es persuadida (Helena), en cuanto es privada de la libertad por la palabra, sólo por error puede ser censurada.

La misma proporción hay entre el poder de la palabra respecto de la disposición del alma, que entre el poder de los medicamentos con relación al cuerpo. Así como unos medicamentos eliminan  la enfermedad y otros la vida, así también unas palabras producen tristeza, otras placer, otras temor, otras infunden en los oyentes coraje, y otras mediante una maligna persuasión engañan el alma.

Con esta exposición Gorgias nos pone frente a una realidad que muchas veces desconocemos, y por lo tanto descuidamos: el poder de las palabras, poder que logra hechizar, persuadir y transformar la razón y el alma, y poder del que, muchas veces, no podemos escaparnos con facilidad. Oscar Wilde daba un ejemplo de éste poder; él decía: es más fácil engañar a la gente, que convencerla de que ha sido engañada.

Sobre la Evolución de la Cultura

Quiero compartir una historia que Darwin cuenta en su libro El origen del hombre. Luego de haber explicado su Teoría de la evolución en El origen de las especies, Darwin aplica las mismas ideas evolutivas pero focalizadas en la evolución de la especie humana, especialmente en su  evolución biológica. En este libro Darwin aborda temas como la psicología evolutiva y la ética evolutiva. Según el autor, la historia es verídica, y él la utiliza para hablar sobre la evolución de la cultura y la sociedad.

El doctor Landor cumplía las funciones de magistrado (lo que hoy sería un Juez) en el Oeste de Australia. Un día un nativo que acababa de perder a su esposa (a raíz de una enfermedad) fue a decirle que «se marchaba a una tribu lejana a asesinar a una mujer, como sacrificio a la memoria de su esposa». El magistrado lo amenazó con enviarlo directo a la cárcel, para siempre, si es que cometía ese asesinato; así que el nativo permaneció en la granja durante algunos meses, pero fue adelgazando hasta quedarse en los huesos; se quejaba de que no era capaz de comer ni de descansar, ya que el espíritu de su esposa le perseguía por no haber cobrado una vida en pago de la de ella.

Acá me gustaría hacer una pausa, y que puedas pensar un momento en esa parte del relato, sobre todo en el nativo y su pensamiento. El relato continúa, no sólo para cerrar la historia, sino para agregar más ideas y pensamientos referidos a la evolución cultural del hombre.

El juez se mantuvo firme en su amenazas, asegurándole que nada le salvaría del castigo si llevaba a cabo su crimen. Finalmente el hombre desapareció y no volvió hasta un año después; su aspecto era entonces mejor que nunca y su otra esposa (su nueva esposa) explicó al doctor Landor que el nativo había cumplido su misión, matando a una mujer de una tribu lejana. Era imposible obtener pruebas legales de semejante acto. El nativo no fue encarcelado.

El incumplimiento de una regla que la tribu considera sagrada —señala Darwin— da lugar a los sentimientos más profundos, y esto no tiene nada que ver con el instinto social, excepto en la medida en que esa regla se base en el criterio de la comunidad.

La pregunta que fácilmente surge es: ¿alguien puede creer, hoy en día, que ese australiano que asesinó a una mujer estaba cumpliendo el propósito de su vida y los mandatos de su difunta esposa? Sin duda alguna, todos responderíamos que no.

Está claro que el nativo de la historia se sometía al juicio de sus semejantes (sus iguales en la tribu), y eso era lo único que le importaba, y no los consejos o juicio del magistrado o los de cualquier otro. Por otro lado, cuando el doctor Landor (o cualquiera de nosotros) examina el asunto, emitimos un juicio completamente distinto, ya que aplicamos las normas de nuestra propia comunidad, y de nuestros propios tiempos.

Seguramente que con varios atenuantes y muchas diferencias, este tipo de historias se han ido repitiendo a lo largo de nuestra historia y evolución como seres humanos: cosas que ahora nos parecen espantosas, o demenciales, antes resultaban normales y naturales, y como si fuera poco, nadie se horrorizaba de su realización.

La historia se repite al mismo tiempo que avanza. Nuestra sociedad tiene hoy creencias y convicciones sobre las que toma acciones y decisiones que dentro de algunos años van a ser vistas como barbaridades; como locuras; cosas que seguro se superarán, pero que a los ojos de nuevas generaciones y culturas más evolucionadas nos harán parecer y quedar como seres inferiores.

Improvisación

[ … ]

─Te voy a ser muy sincero ─me dijo en forma muy seria─: ─Los improvisados y las improvisaciones me han salido muy caros hasta ahora; tanto en honorarios como en equipamiento. No quiero improvisados ni improvisaciones.

─Ok. Te voy a ser muy sincero yo también: yo improviso, a veces bastante seguido ─dije con mucha seguridad y tranquilidad─. Cuando algo tiene que andar o andar, cuando «las papas queman», o improviso o no anda. No hay otra, o improvisas, o te tapa el agua.

─No es lo que me dijeron de vos ─me replicó en un tono entre desafiante y amenazante─.

─Probablemente porque no lo sepan, pero improviso. ─Dije con una gran tranquilidad─

─En fin. Hablamos mañana, ¿te parece?

─Dale. Con mucho gusto.

Esta charla me quedó en la cabeza bastante tiempo. Dando vueltas y vueltas. ¡Era un tema muy interesante! Yo improviso, y bastante. Al menos eso creo. ¿Improviso? ¿Está bien improvisar?

Yo me sentía orgulloso de algunas de mis improvisaciones. Hay algunas cosas que hice ─y que salieron bien─ que me pusieron oportunamente muy contento, y cada vez que las recuerdo me alegran mucho; pero ahora resulta que esa idea que yo tenía de la improvisación me la habían puesto «en jaque».

En un momento se me ocurrió buscar que decía el diccionario de improvisar, y me encontré con esto: «Hacer algo de pronto, sin estudio ni preparación.»

Eso sonaba bastante bien. Esa solución inventada sobre la marcha, y que posiblemente en ningún otro momento hubiera surgido de no ser por la presión y la adrenalina que se genera al saber que algo tiene que funcionar ya; que de alguna forma hay que hacer que esto ande, iba bien con «hacer algo de pronto», pero por alguna razón había gente con una mala imagen de eso, y posiblemente sería por la parte que sigue: «sin estudio ni preparación». Y ahí quedé por un tiempo. Luego reaccioné y lo entendí: «sin estudio ni preparación» está aplicado al «hacer algo de pronto», y ahora estaba muy claro: yo había hecho cosas que no estaban en mis plantes, y sobre las que no había estudiado su factibilidad o idoneidad, pero claramente para poder improvisar uno es quien tiene que haberse preparado y estudiado, y generalmente durante un largo período. Uno es quién no puede improvisar sin estudio ni preparación. Un buen ejemplo de esto son los músicos. Ellos hablan mucho de improvisaciones, y sólo puede improvisar el músico que sabe lo que está haciendo. Los músicos improvisan sobre elementos preestablecidos: notas, acordes, escalas, armonías y demás cosas que deben dominar para poder improvisar y que los espectadores quedemos encantados con la destreza y capacidad de un guitarrista, pianista, o lo que sea. En cualquier otro caso, cuando no se dominan mínimamente esos elementos, más que una improvisación es un delirio de notas pegadas, superpuestas y consecutivas sin ningún sentido que generarían ruido más que música y que estaría más próximo a generarnos sufrimiento que asombro o placer.

Me tomó un tiempo, pero creo que logré comprender bien esto de la improvisación. Está bien improvisar, todos improvisamos, lo que no no está bien, lo que está directamente mal, es el intentar improvisar sobre temas o disciplinas que no dominamos, eso es imposible; eso dista mucho de la improvisación, incluso posiblemente esté mucho más cerca del delirio o la locura de lo que nos imaginamos.

Oratoria simple

Existió, por los años 350 antes de Cristo, un orador llamado León de Bizancio a quien se le suplicó que hablase a los atenienses para que se reconciliaran.

El célebre sofista, hombre de enorme barriga, subió al estrado, confiado en su verbo, y dispuesto a exhortar a los ciudadanos a la concordia. El pueblo al observarlo comenzó a reír debido a su figura grotesca.

León, sin acusar el impacto, con voz segura, dijo:

—Atenienses, ¿a qué vienen esas risas? ¿Qué harían si viesen a mi mujer, que es mucho más barrigona que yo? Con todo eso, les advierto que cuando reina entre nosotros la unión nos basta una sola cama para ser felices. En cambio, cuando estamos desavenidos, apenas entramos en toda la casa, que les aseguro es muy, pero muy grande.

Con esta oratoria simple los atenienses comprendieron inmediatamente, y en profunda reflexión, desistieron de sus rencillas domésticas. Se dieron cuenta que si la casa está desunida no puede sobrevivir.